Martín nació en Lima en 1579, hijo de una mujer afrodescendiente y un hidalgo español que tardó en reconocerlo. Demasiado negro para el respeto y demasiado bueno para la indiferencia, desde niño Martin
A los 15 entró al convento como sirviente, porque la ley no le permitía ser fraile. Le dieron una escoba, pero él convirtió el servicio en milagro: sanaba, repartía pan, cuidaba enfermos. Se decía que multiplicaba comida, que estaba en dos lugares a la vez, que hasta los animales lo seguían.
Murió en 1639, y aunque Roma lo canonizó siglos después, su santidad ya vivía en los barrios. Hoy, su rostro moreno sigue siendo símbolo de fe, dignidad y servicio en los altares populares, en los colectivos juveniles y en cada mano negra que reza con amor.